Por todos es conocido que la Iglesia ha servido de puente para la tradición clásica desde que surgiera sumergida en las catacumbas hasta la actualidad, incluyendo la liturgia en latín que tomó Madrid durante el mes de agosto en las recientes JMJ.
Pero quizá no sean tan populares algunos guiños clásicos en forma de símbolos que nos enlazan día a día con nuestro pasado, y sobre uno de ellos versa esta entrada (esta vez sobre los griegos).
Puede que a muchos no resulte poco conocida (o, como a mí hasta que me la mostraron sobre suelo romano, desconocida) la existencia en nuestra actualidad de una letra griega que ha adquirido un nuevo significado y una gran importancia conforme han avanzado los siglos, colocándose en la actualidad pendiendo de los cuellos de los muchos religiosos y laicos franciscanos: la tau.
A simple vista puede parecernos una cruz como la que muchos portamos sobre el pecho, pero dedicándole un mínimo de atención comprobamos que carece de la parte superior y que el brazo más largo está ligeramente inclinado, y, al igual que los otros brazos, tiene sus extremos ampliados.
La devoción a este signo nace de varias citas bíblicas, y se consuma en san Francisco de Asís que sellaba cartas, marcaba paredes e incluso sanaba heridas con la tau. Pero no solo era utilizada por él, la Iglesia en su conjunto la reconocía como el símbolo de la penitencia y la marca de Dios (éste último uso procedente de la tradición judía).
La devoción a este signo nace de varias citas bíblicas, y se consuma en san Francisco de Asís que sellaba cartas, marcaba paredes e incluso sanaba heridas con la tau. Pero no solo era utilizada por él, la Iglesia en su conjunto la reconocía como el símbolo de la penitencia y la marca de Dios (éste último uso procedente de la tradición judía).
Siglos más tarde, la tau fue estandarte de una orden participante en la Segunda Cruzada y pervive hasta nuestros días en numerosos edificios, publicaciones y sobre los hábitos franciscanos.
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